EL FUNERAL DE EDUVIGES
Fue un viento raro el que atacó aquella vez al mar de
Tumbes, indigesto de luna.
A dos horas de escampar se desató una andanada de olas
histéricas –huían de las profundidades-, que pusieron fin al último sueño de
Eduviges.
Desertando del maretazo las olas rodaban -frenéticas,
aterrorizadas-, tropezando con la espuma barrida del mar. Las más aterradas se
empinaban hasta los seis metros, brincando hacia las partes secas de la playa
para poder morir en paz.
Tal batahola de marabuntas fue abriendo de a pocos la
coraza de silencio que encubría los sueños de Eduviges, ilustre –un cuarto de
siglo ya- por mostrar lo mágico del litoral norteño en telas hermosamente
coloreadas. La pintora abrió los ojos,
notó rechoncha a la luna por las celosías de la ventana y, sin intervalo se
incorporó, caminó unos pasos y alcanzó la orilla. Permaneció en el lugar donde
las últimas chipas de espuma alcanzan a brincar y mojar.
-
Te pinté
completo, mar… –le oí decir, a pesar del
estruendo-. No me necesitas, duerme ya.
Eduviges aguardó a que clareara el día, recostada en
el algarrobo de la entrada. No bien hubo luz, vistió la túnica multicolor que
había cocido y pintado como mortaja, y caminó la playa hacia mi encuentro; el
de “su Leonel” como me llamaba. Golpeteó la portezuela, usando el código de
identificación con el que jugábamos desde niños, y no bien me vio aparecer –en verdad, curioso yo, la venía acompañando
y observando- me contó que había llegado
el día.
- ¿No te equivocas? – pregunté, distraído por el llamativo
traje talar que vestía.
- En
absoluto… es el día.
Siendo así, recorrimos la playa que separa Punta Sal
del poblado de Cancas y, una vez en el lugar, subimos la cuesta que conduce al
cementerio municipal. Éste ocupa una loma discreta en cuyo lado oeste se halla
la tumba de Eduviges, la que fácilmente reconocerá cualquier advertido
visitante, por llevar los mismos colores fueguinos de sus lienzos y
mortaja.
Los pescadores del camino le saludaban, distantes y
risueños, indiferentes del trance de amor de Eduviges. Era oriunda del lugar,
como lo era yo, el mar nos había
separado y luego aproximado, pero sin alcanzar a unirnos como ella deseaba;
enamorada desde siempre de “su Leonel”, sueño de adolescente y pasión perpetua
de artista.
-
¿Sabes?…
jamás muestres un sentimiento apenas salido del lugar de los sueños… y menos
aún en el estado en que los deja una noche de preocupación e insomnio. La
vigilia tiene eso de malo… estruja los anhelos y los revuelve, mostrando el
lado absurdo de las cosas. Quien cede al candor o al cansancio de la noche
debería escribir lo sentido, para tirar luego el escrito y alejar los
sentimientos maltratados por la angustia.
-
Es muy
cierto - respondí mecánicamente.
-
Entonces…
te voy a contar mi secreto...
-
¿Me dirás?
-
¡Mi obra
es dual, y la causa has sido tú!
-
¿A tal
punto?
- Mis oleos…
en estos veinticinco años, los pinté dos veces… -mantuve silencio, para no
quitarle ilusión-. En la capa
superficial está la marina que todos ven, pero bajo ella permanece, ahogado, el
sentimiento que me inspiró... ¡Por
veinticinco años, cada vez que mis sueños eran interrumpidos por algún calor
intenso, un apetito demencial o una vivencia irrefrenable, he colocado un
bastidor en crudo y he pintado mis delirios, siempre sublimes, siempre en forma
de un paisaje de mar, en donde tú y yo éramos felices… y, pasado ese instante
de tormenta y frenesí he ahogado mis fantasías hundiéndolas en las escenas de
mar que todos conocen…
- ¡Lástima que se dieran así las cosas! –dije
con sinceridad- ¡Tanto me hubiera gustado hacerte feliz!
-
Lo
hiciste… existiendo para mí.
-
Debiste
pensar en algún sustituto, visto que no sería capaz de atender tus fantasías.
-
Lo busqué,
lo sabes… simplemente, no lo hallé.
Llegamos a la puerta del cementerio y el
sepulturero aguarda, advertido por ella, desde días atrás, que en la siguiente
marejada tuviera listo el funeral. El rostro de Eduviges, oculto por momentos
por los mechones de cabello que el ventarrón agita, no luce júbilo pero tampoco
deja aflorar el semblante aciago que acompaña los momentos de amargura. Y eso
está bien.
-
¡Puse los
ojos en una estrella remota! -reflexiona Eduviges- Y, si por desmedir mi
ambición no tuve mejor suerte, me queda la dicha de haber enriquecido mis
sueños… ¡A ti, Leonel, te faltó decisión para volver! –yo reía por dentro ante
lo pretencioso del reclamo- ¡Sí, te
faltó la pizca de locura que se necesita para pasar del espectro a la carne!
-
Sabes que
no...
-
¿Con mi
partida… te irás?
-
Me iré…
como el reflejo ante dos espejos, que no tienen manera de integrarse.
Eduviges suspira y da el paso. Se dirige al
confín del camposanto y desde allí saluda, majestuosa, a ese mar que aún no
termina de reventar, embriagado de viento, de remordimiento y de luna. Nos acercamos a la tumba y el sepulturero
destapa un lienzo colorido y descubre la fosa, meticulosamente adornada para el
entierro. Sin intervalo, Eduviges gira, toma su mano y se tiende en el ataúd,
el que ha pintado de mil colores. Mientras acomoda la tapa ordena, dulcemente,
que empiece el funeral.
-
¡Intenta
esperarme!
-
¡Intentaré!
– respondo mintiendo.
El rítmico lampeo de aquel hombre greñudo y
cejijunto se sostiene en los siguientes minutos, hasta que el suelo queda liso.
Acomodados los bloques de grama empiezo el descenso, pero me detiene un llamado
interior. Miro al mar, que continúa golpeando, y noto a lo lejos, a mitad de
playa, el lugar donde Eduviges levantó una vez mi túmulo funerario; y me digo,
detenido y saciado de brisa, que en cuestión de minutos o de horas ella habrá
partido, y podré yo, libre al fin, desaparecer o regresar al fondo del mar,
donde por veinticinco años mi cuerpo ahogado reposa.
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